La Barcelona de Sagnier

El arquitecto Sagnier tuvo la suerte de trabajar en uno de los períodos más florecientes de toda la historia de Barcelona, tanto en lo que compete a la arquitectura como al urbanismo.
En efecto, el modernismo ha constituido, junto con el gótico, un momento que marca de forma indeleble el paisaje de la ciudad. Y tres son los hitos urbanísticos más relevantes a lo largo de veinte centurias. El primero, cuando Pedro III mandó levantar la última muralla gótica, a mediados del siglo XIV, estableciendo así un perímetro que se mantuvo intacto hasta 1854. El segundo, cuando Cerdà proyectó el plan del Eixample (Ensanche). El tercero, cuando el alcalde Maragall llevó a cabo la transformación olímpica.

Resultó providencial que el modernismo dispusiera de aquel inmenso y vistoso solar para poner en pie sus obras. Pero, por fortuna, no fue aquélla la única conjunción favorable. Y es que, en aquella segunda mitad del siglo XIX, se dieron circunstancias que perfeccionaron de forma irrepetible un momento propicio. La burguesía barcelonesa aprovechaba una bonanza económica infrecuente; capitales de un volumen espectacular eran repatriados de las colonias; grandes familias rurales y del interior de Cataluña, hartas de padecer los desmanes provocados por las guerras carlistas, ven¬dían sus posesiones y se instalaban en el Eixample; la existencia de unos obradores de una insuperable profesionalidad heredada, tanto que mejoraban las propuestas de arquitectos y diseñadores poco o nada experimentados, ofrecían al modernismo el máximo esplendor de las artes aplicadas; el final de la decadencia y el principio del nacionalismo catalán perfilaban una ideología que impulsó muchos proyectos y fraguó aventuras de gran aliento en los más diversos terrenos. Por si fuera poco, la ciudad, pese a haber padecido desde 1714 el mayor castigo jamás impuesto en toda su historia, conservaba un estilo, unas maneras, un tejido social y una potencia que precisamente entonces brotaron de nuevo y con fuerza renovada para ofrecer lo mejor de sí.

En este contexto es posible valorar en toda su justa medida un beneficio virtual, difícil a veces de ser aquilatado en su formidable transcendencia. Fue el que aportó el acontecimiento colosal de la Exposición Universal de 1888. Quienes no tienen más remedio que mentar o sumar realidades se ven abocados a concluir que, a excepción del recinto de la Ciutadella (Ciudadela) y su entorno inmediato, Barcelona se benefició relativamente poco de aquel certamen en lo que a la arquitectura y al paisaje se refiere; y aún menos en lo que concierne al urbanismo. Tengo para mí que lo más relevante fue de orden psicológico. Y es que la decadencia sufrida al comenzar la edad moderna y el trauma padecido por la humillación borbónica habían enquistado entre la ciudadanía un pesimismo irrecuperable que heredaban sin falta todas las generaciones. La prueba fue que el desafío de la Exposición fue visto al punto como un peligro, pues se temía que, si se saldaba con un probable fracaso, constituiría un hazmerreír mundial. De ahí que el éxito cosechado, precisamente en un momento crucial, supusiera para la psicología colectiva una inyección de autoestima y de seguridad que permitió dar, por fin, un vuelco a una trayectoria esclavizada en la pendiente.

Así pues, este resultado explica, pongo por caso, que la empresa del Eixample, pese a una envergadura insólita para la escala que solían manejar los barceloneses, acostumbrados ya a la condena de una ciudad extremadamente densa, fuera acometida con un dinamismo inesperado y con una eficacia ejemplar. Y desde un buen comienzo quedó patente que no tardaría en saldarse con un éxito clamoroso.

Y en lo que al modernismo se refiere, por las razones antes expuestas adquiere aquí un perfil de transcendencia política, nacionalista e histórica del que carece en todos los países europeos en los que floreció, que fueron casi todos. Se vivía la conciencia cierta de llevar entre manos la misión transcendental de recuperar la grandeza perdida; sólo así se puede interpretar la exigencia que sintieron algunos arquitectos de cultivar el neogótico o de buscar la inspiración en las raíces del románico, todo ello potenciado, claro, por una envoltura modernista innovadora.

En esta labor histórica, el Eixample proyectado por Ildefons Cerdà resultó providencial por el gigantesco solar que aportaba, pero sobre todo por establecer las bases y los perfiles de un escenario fuera de serie. Y es que aquella trama aportaba una amplitud nunca vista, ni siquiera imaginada como posible por los barceloneses; los veinte metros como mínimo de todas las calles, comparados con el concepto de calle Ancha (carrer Ample) —la razón de su nombre se justificaba por unos seis metros que la habían convertido en la más ancha de la Barcelona medieval—, suponían un conjunto escenográfico tentador que favorecía como ningún otro las obras de los arquitectos. Pero además Cerdà añadió la genialidad del chaflán, una novedad absoluta en la historia del urbanismo, que ofrecía una espectacularidad jamás soñada. Pensemos sólo en la diferencia que media entre la casa que Sagnier proyectó para Antoni Roger i Vidal, en Ausiàs Marc/Girona y cualquier edificio suyo apretujado entre medianeras.

Ante los asombrados ojos de los ciudadanos no cesaban de aparecer con rapidez inusitada una serie de edificios que lucían con una grandeza inesperada, pues no hemos de olvidar que estaban acostumbrados a la angostura de la Ciutat Vella (Ciudad Vieja). Este resultado también influyó, por supuesto, en los arquitectos, quienes se aplicaron a intentar sacar el máximo provecho de aquellas condiciones novedosas que tanto favorecían. Sólo así se comprende que desde un buen comienzo se enzarzaran los propietarios en una competencia sin precedentes que les permitía alardear socialmente: dejar sentado qué propietario era capaz de poner en pie la casa más grande, o la más bella, o la más original, o las más ornamentada, o incluso la más atrevida. El resultado fue pronto detectado por observadores afinados, como los surrealistas, que de la mano de Dalí publicaron su reportaje combativo sobre la Barcelona modernista, la de la arquitectura comestible según él, en Minotaure, ilustrado con intencionadas fotos de Man Ray; y como Walter Benjamin, quien en su obra póstuma Arcades Project sentenciaba ya en los años treinta que el del Eixample era el conjunto modernista más intenso de Europa.

Importa dejar sentado que los primeros que apostaron de forma decidida y valiente por el novísimo Eixample fueron los aristócratas y la alta burguesía. Tengo para mí que semejante toma de partido por parte de aquéllos fue más arriesgada y meritoria. Hay que valorar en su justa medida lo que suponía para ellos, que vivían en la casa solariega cargada de historia y que la habían heredado de generaciones anteriores, abandonar un ambiente cargado de ecos genealógicos para trasladarse a un Eixample desprovisto aún de los más elementales servicios comunitarios públicos. A aquellos primeros pobladores, el ingenio irónico tan tradicional entre los barceloneses los motejó como los protomártires del Eixample. Armand de Fluvià, historiador y heraldista, me confió que había contado una veintena de títulos nobiliarios que resolvieron emprender la nueva vida en una gran casa unifamiliar levantada en la orilla de una de las aquellas amplísimas calles que había trazado Cerdà. Siempre, empero, en lo que pronto fue definido como la Dreta de l’Eixample (Derecha del Ensanche).

El ejemplo dado por los aristócratas y algunos grandes burgueses hizo mella en los barceloneses, y ello contribuyó desde un buen principio a despejar dudas y temores.

Aquélla fue la clientela que siempre tuvo Sagnier, quien socialmente enlazaba con la misma tanto por vía paterna como por vía materna.

Cerdà había proyectado un nuevo barrio que pudiera ser autosuficiente; es más, propuso que los habitantes de cada determinado número de manzanas dispusieran de servicios básicos, verbigracia iglesia, escuela, hospital, mercado, etcétera. De ahí, por lo tanto, que no se tratara de levantar sólo casas. Esta diversidad también influyó en los encargos que a lo largo de su vida recibió Sagnier; aunque la mayor parte de su obra se centra en las viviendas, también proyectó otras obras que encajan con la aludida variedad propia pero también con las necesidades de crecimiento de una gran urbe, como por ejemplo iglesias y capillas, escuelas, comercios, bancos, instalaciones deportivas, panteones, grandes edificios institucionales representativos. Incluso un arco de triunfo para Alfonso XIII.

La pujanza de aquella Barcelona a caballo de los dos siglos se reveló segura y capaz de colmar en poco tiempo el inmenso Eixample y de imponerse otro gran desafío. Una ciudad con tanta fuerza, al no gozar de los privilegios propios de una capital, a la fuerza tenía que aprovechar tal suerte de acontecimientos para impulsar los saltos hacia adelante. Así pues, se comenzó a perfilar en los primeros años del siglo XX la conveniencia de incorporar Montjuïc, cuando menos el sector naturalmente vinculado a la ciudad creciente con la trama Cerdà y con la villa de Sants. Si la Exposición Universal de 1888 había permitido recuperar los terrenos de la denostada Ciutadella, la Exposición Internacional de 1929 tenía que conseguir comenzar a incorporar la montaña de Montjuïc, tan odiada, que unos decenios antes ya se había considerado oportuno encajar allí algo que nadie quería: el gran cementerio nuevo.

Era ésta una ciudad muy completa hasta extremos insospechados: sobre ser la única en el mundo que ha albergado una revolución comercial en la época medieval y además una revolución industrial en la edad contemporánea, también ofrecía atractivos lúdicos y artísticos que atraían a los foráneos. Baste el ejemplo de aquel espectacular año ferial de 1929. El afamado novelista inglés Evelyn Waugh, celebrado autor de Retorno a Brideshead, visitó la ciudad, a la que había rendido visita a bordo de un crucero (era cada vez más destino o escala de aquel tipo de grandes embarcaciones turísticas), y la evocó luego en el subsiguiente libro Labels: A Mediterranean Journal. El canciller alemán Stresemann no sólo quedó prendado del Pueblo Español, sino que sentenció que el responsable de la Fuente Mágica debería ser colgado del palo más alto, pues no dejaba la menor posibilidad de superación a la ciudad que debiera organizar la próxima Exposición.

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Lluís Permanyer

Historiador y experto en la obra de Enric Sagnier